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SANT JORDI 2014 EL DÍA DEL LIBRO Y LA ROSA

 

Carmen

 

Carolina Figueras Morató.

 

─Eso es una chica preparada para la vida moderna –dijo Carmen cuando saqué la libreta para apuntar su número de teléfono.

Carmencita, el rosal que apunta más alto y apura el sol. Sacó del vaso largo el cubito de hielo y lo hizo rechistar entre sus dientes.

 

─Quieres probarlo? –me dijo. Rió y se desabrochó la camisa. Era un regalo. El cubito casi desecho le acariciaba la punta de la lengua de la misma forma que yo la hubiese acariciado a ella. Me miró con descaro y me dijo que yo le gustaba. ─Me gustas, dijo, soltándose su melena rizada, caoba con aún el cubito pasando entre la boca. Me gusta cómo me miras, devorándome como si quisieras estar dentro de mis bragas─. Hacía un calor batiente impropio para la época en la que estábamos. Carmen siguió sentada, desabrochándose lentamente los botones de su camisa. Se pasaba los dedos entre los agujeros de la ropa y los dejaba caer, arrodillaba el placer ante sus pies para devorarlo después. Mirar a Carmen me mataba. Amaba sus pies cual gata que se relame entre las piernas de quien llena su plato.

 

Recuerdo esas tardes largas en la terraza de los rosales, mirando el cauce de la gente y el murmullo del río que nos llegaba como el aire que pisaban nuestras palabras y se las llevaba atesoradas entre los pétalos de los claveles que marchitos se deshacían de su carmín para verlo volar. Se mezclaba el fuerte aroma de su cuerpo moreno y dorado con el licor que destilaban los primeros jazmines colgados de las casas con patio. Fue ella misma quien me contó que se llamaban cármenes.

 

Su vida se henchía llena de recuerdos de veranos pasados. Vivía para contar. La isleta perdida; rehén y desdicha de nuestros actos. Quizá fuese su silencio sobre aquel verano el que la hacía tan trágica. Sus ojos cometidos eran conscientes del interés que aún despertaba en mí, mi Carmen.

─Allí fuimos las dos por primera vez ─lo recuerdas? ─dijo al fin.

─Claro que lo recuerdo, bajamos de la barca a tientas, rozando el aguacon nuestras caderas. Noté un punzón de repente. Te apretaste contra mis pechos y me pellizcaste de nuevo.

 

Se me erizó el pelo y se me endurecieron los pezones. Teníamos la ropa mojada por la brusca bajada de la barca. Y teníamos que recogerla si no queríamos que se la llevase la marea. Estaba mal pintada con rayas verde manzana y blancas, con remos astillados pero manejables. La anclamos en el borde saliente de unas rocas. Recuerdo que estabas impaciente por entrar. En realidad sólo había dos calles de casas y una playa ancha. Algunas de esas casas estaban abandonadas y las otras estaban habitadas sólo durante unos meses al año. A la casa que hacía de cabo le llegaban los peldaños por debajo del mar.Podías entrar prácticamente nadando. Tenía un balancín postrado en elpequeño porche de madera deshilada. El barniz se despegaba de la casa como la corteza de los abedules arrancada por los caribús en la alta montaña. El mar relamía las costras de la vejez a las viejas barracas y nosotros cada verano le ayudábamos. La isleta era un paraíso sin control, rebozado de salitre y de sentimientos.

 

Yo estaba ahí por ella. Entramos despacio a la casa y para nuestra sorpresa no había nadie. Subimos la escalera de encina aún olorosa de vino y nos sentamos cerca de una vieja caldera que aún funcionaba. Carmen empezó a quitarse la ropa empapada mientras sacudía su cuerpo. Las grandes gotas de agua le caían por la espalda, las apretaba junto a sus manos cálidas y me animaba a que la imitase. Me levanté y me acerqué a ella despacio, dejando caer el jersey abierto al suelo, también los shorts tejanos desgastados y me quité la camiseta de tirantes rosa palo que la tenía pegada. Nunca llevaba sujetador en verano y las aréolas oscuras hacía rato que traspasaban su color a los ojos de Carmen.

 

─Ven, acércate.

La luz de la luna entraba por la ventana del techo. Tenía el batiente de la luna caminando por su cuerpo. La piel dura y castiza, morenísima, me miraba con esos ojos negros que me comían la piel. Me miró con esa cara indescriptible de niña madura que le gusta jugar. Carmen era la rosa que brillaba por encima del sol, olía a romero y a hierbabuena.

 

─Bésame, que me duelen los labios de tanto esperar.

Sin cama, un par de colchas desplumadas nos taparon hasta desquitarnos del frío de la primera noche de verano. Nos despertamos a media mañana abrazadas, nos vestimos y recibimos entonces a los primeros invitados. Al final del verano, cada una iba por su lado.

 

Me fui y nunca volví a verla, hasta hoy, después de diez años. Pero su recuerdo caló en mí un profundo surco y cada vez que el aire movía los cármenes el olor a jazmín atizaba en mí una mueca en su recuerdo, mecon movía y me erizaba el pelo.

 

Después de aquello, fui buscando otras Cármenes que sustituyeran el vacío que me había dejado dentro. Una vez, conocí a una bailarina, se llamaba Charisse, era grácil cómo una mariposa dejándose llevar por el viento, pape lvegetal que hierve. Me gustaba pensar en ella tumbada junto a mí debajo de una higuera, en un campo de verano, sombrío. Solía llevar el pelo lleno de flores,dalias, salvia silvestre, margaritas de colores, prímulas, violetas. Me la imaginaba desnuda, bailando. Un día me invitó a la sala de baile. Se quitó la ropa, se puso las mallas y ensayó delante de mí ese baile; movimiento circular descuidado que estudia el movimiento del cuerpo, su densidad, su ángulo. No había música en la sala, pero dentro de mí tenía a todo volumen las Atmospheres de György Ligeti y las Dodecafonías de John Cage. Ella hubiera sido su mayor inspiración de haberla conocido. Ni Martha Graham hubiese clavado el movimiento primitivo del cuerpo mejor que ella.

Salió de la ducha desnuda, sin toalla y me la quede mirando. Charisse hizo un primer intento de taparse pero ya no pude resistirme más. Me abalancé sobre su cuerpo aún mojado y la besé lenta y largamente apretándole los pechos contra mi cuerpo. Le apreté los pezones rosas, casi blancos como su piel, los mordisqueé en un estado de locura próxima al caer al vació en un asilo. Y me quedé ahí, flotando en ese estado de salud mental, en el limbo donde sus manos me dejaron. Hasta que se abrió la sala, y otro grupo entró. Entonces ella me cogió de la mano y me llevo a las duchas, encendió el grifo y sin gritar, me hizo el amor.

 

Como Charisse hubo muchas otras y a todas ellas les buscaba algo de ti,Carmen, de tu dulzura, de tu maldad. Me unió a ti un profundo sentimiento de culpabilidad, me sentía como Humbert Humbert, atrapada en un sueño de juventud y queriéndolo revivir una y otra vez para alcanzarte a ti, la atracción malsana que ejerces, nínfula, en mi vida.

Te echo tanto de menos, tanto que he vuelto. Y al llegar a la ciudad lo primero que he hecho es ir en aquel callejón detrás de la catedral para oler los naranjos. Las flores de azahar están llenas de aroma insuflado por el néctar que contienen los frutos. Había muchísima gente, me pareció que era una boda gitana por los vestidos que llevaban las señoras, de faralaes floreados, de un tono suave, viejo como una camilla abandonada en un trastero. Una se me acercó y poniéndome una ramita de romero en la mano, quiso leerme el futuro.Frunció el ceño y me miró con malos ojos, se lo pensó un momento y luego me escupió.

 

La saliva espesa, aún goteaba mi mano, las babas de gitana vieja, el olor de azahar. Se paró el tiempo y empezó a llover. Cerré los ojos y dejé que el agua resbalase lentamente y afloraron los recuerdos. Te vi en esa misma plaza de sillares, de pie, hablando con un grupo de chicos, intentabas subir sobre uno de ellos para coger una naranja, esa fue la primera vez que te vi y en cuando te percataste que te miraba, sonreíste y bajaste del árbol, te acercaste a mí y con la pulpa entre tus labios, me ofreciste probarla. Recuerdo que la cogí tímidamente con las manos rozando los obtusos y carnosos morritos y te quejaste haciendo broma porque te había pellizcado la carne, me recordó ya en aquel entonces a esa escena de The Dreamers cuando Eva Green le pide a Michael Pitt que le quite algo de sus labios, él tira fuerte y sus preciosos y etílicos labios, sangran.

 

De ese verano casi no recuerdo nada, sólo un olor dulzón y tus ojos negros, a un punto de brillar como el sol, cada vez que nos encontrábamos. Los recuerdos de ti me asfixian, me reducen a nada. Abro los ojos y te pierdo,juntamente con el olor afrutado, el agua apacigua y limpia las calles. Hay flores de buganvilias rodeando los patios, casas blancas de paredes gastadas, olores fuertes, cortinas metálicas. Huelo la sal que atiza el viento que viene del mar, se me eriza la piel y la asfixia rellena mi espacio vital hasta que por fin te veo sentada en un bar, en la terraza que da el sol debajo del porche de los rosales.Ése es tu bar, nuestro bar, donde te pedí tu número, donde planeamos ir de vacaciones juntas, donde te besé por primera vez, donde me abandonaste frágilmente. Creo que no me has visto aún, ya no me ves, ni puedes hacerlo.

 

Te pregunto cómo estás y me invitas a sentarme, ahora sí, tus ojos tremendos se han acordado de mí. Me miras despacio y sonríes. Te acuerdas más profundamente de mí de lo que yo puedo hacerlo, coges un cubito de hielo y lo atizas con la lengua. Mi cabeza es una bomba de relojería, pero tu eso ya losabes. Te suplico sin decírtelo que dejes de torturarme, pero no puedes, verdad,no puedes porque la maldad que te acercó a mí es la misma que te hizo alejarte.Sigo sentada en la misma terraza contigo, Carmen. Y se me endurecen los pezones y me viene a la memoria el cubito de hielo relamiéndose entre tu cuerpo, transformado en diminutas gotas de agua absorbidas por mis labios,sedientos de amor, de ti, mi Carmen. El viento removió las ramas y te quitaste el hielo de tu garganta, dejándolo en la mesa de aluminio, resbalaste hasta mi boca y volviste a hacer lo mismo; un beso amargo y largo sirvió de despedida junto a tres claveles marchitándose. Me volviste a quitar la vida cuando saliste sin mirarme por la puerta, resbaladiza y lejana, del bar de la terraza de los rosales.

 

 

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