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Lunes 02/06/2014

ALBERT FONTSERÉ

El escrito de hoy es un escrito difícil y complicado, ya que a nadie le gusta hablar de violencia, y menos si es sobre un ser humano.

 

Cada día hay maltratos, maltratos tanto psicológicos como físicos. Quiero remarcar que no me voy a centrar solo en las mujeres que son maltratadas, que son y la gran mayoría, pero también hay hombres que sufren este maltrato así que tratare este tema como si los dos maltratos fueran uno mismo.

 

El principal problema de todo esto esta en el comienzo de las relaciones. Hay muchísima gente que por no tener, no tiene ni respeto ni confianza en uno mismo. Y desde el primer día, deja que su pareja, o quien quiera que sea, le pisotee, le maltrate psicologicamente, y poco a poco se va a mas.

 

Personalmente, creo que en una relación, en el primer momento que se le pierde el respeto tanto insultando, amenazando o algo similar, ya se podría acabar la relación, porque eso ya no servirá de nada. Con los días se pedirá perdón, y todo estará olvidado, pero la acción esta echa y cuando ya has echo algo, es muy fácil volver a hacerlo.

 

La gente, se desespera, y cuando no son capaces de respirar, pensar, hablar y por lo tanto solucionar el problema llega a las manos. Eso es de ser un profundamente necio, y no saber solucionar tus problemas de una manera normal y tener que llegar a tales extremos.

 

Disfrutemos de cada una de las personas que tenemos en nuestro alrededor. Cuando las personas que queremos son felices, nosotros somos felices. Pero hay veces que nosotros mismos, somos los culpables de estar mal, ya que nosotros hacemos el mal con las personas que queremos.

 

 

 

    Los dementores no solo habitan en Azkaban, pueden hacerlo en cualquier parte, pues se camuflan bajo hermosas y cándidas máscaras. Solo sus víctimas conocen su verdadero rostro, solo ellas saben cómo son capaces de erradicar la alegría con una mirada hasta dejarlas exhaustas, sin voluntad, sin dignidad….

 

El miedo que en ellas produce su sola presencia las paraliza y las condena a sentir el más terrible de los sentimientos, la humillación. De sus pérfidas manos no es fácil escapar, juegan siempre con un arma de doble filo. Primero convencen a su presa de que son ellos quienes tienen el poder atrayéndolas con palabras vanas y caros presentes envenenados. A continuación, las degradan lentamente; día a día las despojan de su esencia y de su vida hasta hacerles creer que solas no valen nada.

 

Si la víctima se rebela y se da cuenta de la terrible trampa en la que ha caído e intenta huir, las envuelven de nuevo con sus caricias y pensamientos infernales. Si esta estrategia falla, les queda su arma más poderosa la falsa promesa de cambio. Prometen, prometen y vuelven a prometer que todo será distinto y que nunca más serán dementores, sino tiernos y serviciales príncipes. Nunca los creas, igual que una flor por más que lo intente no puede ser un ave; su esencia destructora, siempre destruirá.

 

Entre verdugo y reo se forja, por tanto, un fatal círculo vicioso de sufrimiento, esperanza y dependencia conocido también como síndrome de Estocolmo. Contra este terrible y extenso mal, solo hay una salida “Espectro patronum”. Es decir, recuperar la confianza en uno mismo, recordar que siempre habrá alguien que de verdad te quiera y luche por hacerte feliz y, sobre todo, ser consciente de que solo tú eres dueño de tu destino.

 

Así que si un dementor se cruza algún día en tu camino, no dudes de tus cualidades, no te sientas culpable por quererlo y no darle otra oportunidad; porque nada justifica una agresión verbal o física y porque no hay nada más alejado del afecto que la pérdida del respeto o el miedo.  

ADIAROZ SÁNCHEZ

Martes 03/06/2014

Seguramente muchos estéis familiarizados con la saga literaria Canción de Hielo y Fuego o puede que más con su adaptación televisiva de Juego de Tronos.

Pues bien, en esta famosa serie hay un personaje en concreto, Joffrey Baratheon, que resulta ser un rey cruel, un tirano, un terrible producto del capricho y mimo extremado de su protectora madre, Cersei, quien se lamenta en cierto momento de no haber sabido educar correctamente a su hijo. Como acertadamente le dice su hermano Tyrion: “Es muy difícil tratar de ponerle una correa a un perro cuando ya le pusiste una corona en la cabeza”.

 

En el mundo real, en nuestra vida, hay muchos Joffrey. Muchos hombres que, educados en un entorno que obliga a desearlo todo primero y a tenerlo todo después por el mero hecho de quererlo. Partimos de la premisa de que no todos los hombres son así, pero eso no significa que todas las mujeres no vayan a sufrir por culpa de uno.

 

Ante el hartazgo de medio mundo por esta situación, ha nacido hace unas semanas el hashtag #YesAllWomen, que busca denunciar con sentidas frases el sentimiento generalizado del género femenino ante cualquier tipo de acoso.

 

El detonante de todo esto fue el caso de un joven estadounidense llamado Elliot Rodgers, quien decidió asesinar a todas las mujeres que le hubieran rechazado en su vida porque, según él, le habían condenado a “una vida llena de soledad, rechazo y deseos insatisfechos”. Declaró sus intenciones “de castigar al mundo” en un vídeo que subió a Internet y, poco después, murieron siete personas, incluido él mismo.

 

Pobablemente Rodgers no estaba loco. Opino que fue un Joffrey Baratheon más, resultado de unos patrones de comportamiento y unas aspiraciones impuestas por la sociedad actual que hacer ver que cosas como “ser virgen a los 22” sean consideradas un fallo personal, un indicador de fracaso y que todas las mujeres deben estar ahí para rendirse ante cualquier hombre, sin condiciones.

 

No se me ocurre otra forma de cerrar este artículo que aludiendo a algunos de los “twits” del mencionado hashtag #YesAllWomen. Sus verdades son estremecedoras:

 

 

‹‹ “Tengo novio” es la manera más fácil de hacer que un chico te deje en paz. Porque él respeta más a otro hombre que a una mujer. »

 

 

‹‹En la universidad, un policía nos dijo que gritáramos “fuego” si estábamos siendo acosadas o en peligro de ser asaltadas, de otra manera la gente no nos ayudaría. »

 

 

‹‹El hecho NO es que haya hombres que abusen o acosen a las mujeres. Es que todas las mujeres han sufrido acoso o abusos por parte de hombres»

 

 

‹‹ ¿Cómo esperamos tener relaciones sanas si desde chiquitas nos dicen que si un niño te molesta/trata mal es porque le gustas? »

Miercoles 04/06/2014

NACHO FERNANDEZ

“Hago esto porque te quiero”, “Si realmente me quisieras no me harías esto...”, “¿Por qué hablas con él?”, “Estás loca, deja de imaginar cosas”, “No seas estúpida”, “Si soy tan celoso es porque jamás había querido a alguien como a ti...”, “Si me dejas me iré con otra”, “No tires de la cuerda...”, “¿Es él? Dame el teléfono”...

 

Seguro que has escuchado estas mismas palabras o algunas parecidas en una serie de sobremesa, una película con final triste o, peor, en tu propio entorno. ¿Os suenan? ¿Os dicen algo?

 

A mí, por desgracia, sí.

Cuando le conocí no me pareció atractivo. No era un chico de los que te prendas con una mirada ni uno en el que te fijarías por resultar llamativo. Lo que sí tenía, por mi posterior experiencia en el tema, era el don de la palabra. Había algo en él cuando me dirigía la palabra que me cautivaba y me hacía estar atenta, querer escuchar más. Quizá no ofrecía grandes revelaciones, profundas reflexiones, pero se trataba de cómo lo contaba, cómo te hacía sentir cuando te hablaba a ti y a nadie más que a ti… cómo saboreaba mi nombre, tal vez. Te hacía sentir, recuerdo muy bien, única.

Fue un mes de entera atención, de palabras bien compuestas, de gestos cargados de sutil cariño. Y yo, intrigada, le dejé hacer. Esperé escuchando, observando atenta, cómo me hacía sentir su compañía porque estaba, como raramente me ocurría, deslumbrada.

Al principio todo fue una perfecta y absoluta luna de miel. Me sentía llena, querida, atendida, incluso… codiciada, una palabra que tiempo después empezó a formar otro significado más desagradable.

Lo cierto es que me resultaría imposible explicar el momento exacto en que la situación se torció. No sé qué fue, ignoro qué lo ocasionó. Tan sólo recuerdo que los halagos empezaron a camuflar unas malas palabras, unas pequeñas críticas que, a la larga, se tornaron un martilleo que paso a paso se hicieron hueco en mi autoestima minándolo, socavándolo. Términos como “tonta”, “estúpida” o “loca” constituyeron parte de mi vocabulario semanal y expresiones como “Si realmente me quisieras no me harías esto...” o “No hables con él…” empezaron a monopolizar mis acciones o mi trato hacia los demás.

Fue tan lenta, tan gradualmente, que no lo percibí. Una no se da cuenta cuando un maltratador está manipulando tus pensamientos, tu carácter, tu esencia más profunda. Y lo más gracioso de la situación es que, en lo más profundo de tu cabeza, hay una vocecilla que te susurra que algo no va bien, que hay algo que no es correcto… Ese zumbido llamado conciencia, denominado orgullo y, sobre todo, dignidad, que hace esfuerzos por gritarte que protestes, que te defiendas y que, por encima de todo, huyas.

Pero callas, apagas esa voz, reprimes cualquier emoción semejante al enfado, a la tristeza o a la humillación y sonríes como una muñeca hueca. Le dedicas tu mejor sonrisa, le defiendes, asientes y piensas: “él me quiere”. Así, con ese pensamiento recurrente, te calmas y sigues adelante.

Es como el óxido, que te va corroyendo poco a poco. Y de esta forma, lentamente, lo vas notando pero no del todo, no hasta que es demasiado tarde: sientes que el cielo pierde un poco más su color, que respirar ahora cuesta un poco más, que el pecho se va contrayendo cuando lo ves y sientes un dolor agudo, comprimido, que te impide hablar.

Es el miedo.

A esas alturas, la cabeza, está tan sometida al pánico de abrir la boca por cómo te pueda criticar o, por el contrario, cómo te pueda gritar o ignorar, que es el cuerpo quien expulsa el miedo a modo de supervivencia, a modo de filtro. En mi caso, sería incapaz de contar las veces en las que acabé, escondida, vomitando en un retrete o incapaz de probar bocado por la ansiedad que constantemente me consumía por dentro. En mi cabeza todavía puedo escuchar con total exactitud las llamadas de atención de mi madre, controlándome el peso y siendo testigo de mi consumición.

Lo gracioso es que aunque esa ansiedad se acrecentaba cuando él estaba a mi lado, no enlacé el dolor que sentía con su presencia, no descubrí el verdadero origen de mi malestar a pesar de lo obvio que era.

Entonces, los insultos camuflados, los celos obsesivos, las humillaciones… todo ello, ya fueron un hecho habitual. Y destrozada, consumida, me vi incapaz de dejarle porque todavía recordaba esos primeros meses: los besos, los abrazos, las caricias, los susurros al oído, el cosquilleo por la espalda, los halagos… Me agarré, impotente, a la esperanza que brinda la desesperación: a esas migajas, a esos restos de afecto que, en la actual situación, más bien se asemejaban al polvo, a la ceniza, al recuerdo de otros tiempos que no fueron los míos.

Un día me desperté cayendo en la cuenta que me había vuelto adicta a él y a sus muestras de autodestrucción, que necesitaba su presencia para seguir respirando un día más a pesar de su desprecio, de su indiferencia. Es volverse una adicta. Es amar una droga que sabes con certeza que aun con todo el sufrimiento que te causa a la larga, la ansías tanto como el aire que luchas por respirar cada día.

Le necesitas porque te ha convencido que él es lo único que te querrá por cómo eres, a pesar de ser toda torpe y repleta de defectos y él, por su parte, te necesita para sentirse querido y deseado pero, sobre todo, poderoso. Es una relación de doble dependencia.

Con el tiempo, en los últimos meses de relación, vislumbré una serie de factores que, poco a poco, me hicieron abrir los ojos. La primera vez fue cuando un día perdió el control y le propinó una serie de puñetazos a las puertas del metro con la gente mirando, otra cuando sospeché muy acertadamente que había habido o, había, una tercera persona y, finalmente, una amenaza que quedó flotando en el aire y que no me molestaré tampoco en recrear de nuevo.

Y un día, de forma muy natural, me echó de su casa. Fue ahí de pie, frente a una puerta de madera de pino mirando al vacío, donde mi cabeza saltó con un sonoro… “¡click!”. Un grito en mi cabeza exclamando: “¡basta!”.

Aquella misma noche, llorando y con una convicción aplastante en la cabeza, dejé la relación.

La primera semana fue un auténtico infierno: sobrevinieron los primeros pasos para la desintoxicación, la desvinculación de mi droga particular.

Llegados a este punto, ha habido gente que ha creído que una vez abandonada la toxicidad directa de la relación, el contacto continuo con el maltratador, una torna a la normalidad.

Mentira.

Ahora llega la peor parte. Es el momento de curarse, de sanarse, de asimilar las humillaciones, las amenazas, las críticas, las burlas, las murmuraciones y, sobre todo, de barrarle el paso a él.

Recuerdo la cara de mi médico encargándome análisis y pruebas para recuperar peso, la terapeuta a cargo de la sanidad pública haciéndome entender, muy pobremente, que había sido una mujer maltratada; los ojos suplicantes de mi madre exigiendo mi pronta recuperación y ese par de ocasiones en las que él probó de contactarme.

Y evoco, con claridad, la culpabilidad que sentí, la infinidad de ocasiones en las que me pregunté el por qué, las tantas veces que probé la ira y las tantas otras que batallé contra el dolor, circulando por mi cuerpo y mi cabeza tan espesamente como lo hacía mi sangre… Sobre todo, son recuerdos sobre el intento desesperado de reconstruir cada pedazo de mi misma callando, sin contarle a nadie lo ocurrido por miedo al qué dirán.

Un año y medio después, tras absoluto silencio, dolor callado y malas decisiones, decidí que debía pedir ayuda de verdad. Me senté sobre una butaca de cuero blanco, la terapeuta me miró a los ojos y aboqué, finalmente, la bilis que había estado guardando dos años para mí.

Unos meses después, una noche en compañía con varios amigos, crucé una acera y le vislumbré. Él bajaba y yo subía. Le observé con la cabeza bien alta caminar, acercarse, con zancadas cortas. El mismo instante en que fui testigo de cómo se encogió al verme y yo observarle sin pestañear lo supe: el miedo se había extinguido.

Mi vida, a raíz de esa experiencia, se trastocó por completo. Algo así te cambia como mujer pero más como persona. En el transcurso de este viaje rompí amistades, conocí otras personas que propiciaron mi recuperación y compartí mi vivencia con otras mujeres que, como yo, probaron el infierno denominado “violencia de género”. Conocí a las que lo superaron, supe de las que recayeron.

Si algo he aprendido de ello es que la violencia de género es una sombra que muchos no ven y que otros tantos callan por miedo a las represalias o porque, lamentablemente, no son conscientes de su situación. Que lo más duro, en el fondo, es aceptar y perdonarte que otra persona te haya robado tu vida, tu personalidad y tu fuerza.

Ante todo debe recordarse que antes que un moratón o un corte hay un insulto, una humillación, un chantaje, un silencio en el infierno. Y a lo que callan, sean hombres o mujeres los que lo sufren, que no se escondan ni se avergüencen. Si es necesario, gritadlo.

Al resto, escuchadlos. Escuchad eso, escuchad los silencios, los gritos en el silencio.

 

 

 

 

 

CARLA RIBERA

Jueves 05/06/2014

La violencia de género es un problema mayúsculo en nuestro país, cada año aumentan las cifras de mujeres agredidas y muertas en manos de hombres. ¿Pero porque un país supuestamente desarrollado como España tiene tasas tan elevadas de violencia de género? Personalmente creo que existe una gran consciencia de la sociedad española sobre el tema, pero las cifras reflejan un fuerte problema.

 

La ley vigente puede ser una de las principales causas, ya que muchos de los asesinos y agresores no son castigados justamente por la justicia. También creo que la policía debería invertir más efectivos en velar por todas aquellas mujeres que han acudido a la comisaria a poner una orden de alejamiento, hemos presenciado miles de casos dónde un hombre ha matado a su mujer después de que este tuviera 4 ordenes de alejamiento. A mi parecer se debería adoptar otra medida más efectiva para intentar evitar estos casos.

 

Por otra parte, ser un país desarrollado no implica que muchas personas tengan respeto a sus parejas o se crean superiores a ella, y la única forma de demostrarlo sea mediante la violencia. No obstante, creo que la consciencia de la sociedad, como he dicho antes, ha incrementado ya sea mediante campañas de los medios de comunicación o mediante la instrucción de valores. Podemos decir que más consciencia social, comporta más denuncias y por lo tanto menos maltratos.

 

Informándome sobre el tema en cuestión, muchos países de Europa, de aparente igualdad de sexos, también refleja unas tasas muy elevadas de violencia machista. Es decir, no importa el grado de desarrollo que tenga el país sino el respeto y la consciencia de la sociedad, Por tanto, podemos deducir, que el miedo, la situación económica, las leyes blandas, la poca protección... son unos de los factores que la mujer tiene en cuenta antes de denunciar a su agresor. Personalmente creo que para combatir contra la violencia de género es básico denunciar, (todo y que no debe ser nada fácil la situación), ya que así los gobernantes se den cuenta de una vez e inviertan realmente en un serio problema, ya que sino existen denuncias no hay inversión económica y por tanto menos servicios, menos ayudas y menos campañas sociales.

Viernes 06/06/2014

ALEX CARVI

 

 

 

Violencia de género

 

 

Este año la estadística de denuncias por violencia de género ha bajado. Los periodistas que daban la noticia lo decían con la boca grande y alegrándose, pero lo que no tenían en cuenta es que este año hay menos dinero, más crisis y por consecuencia menos divorcios. Hemos retrocedido cuarenta años por miedo. Si te pegan pero no tienes trabajo ni dinero para mantenerte, ¿cómo te vas a separar?

El temor a hablar, a manifestar un miedo inminente hace que nos encerremos en un caparazón donde nadie nos pueda sacar. A diario vemos imágenes y noticias sobre violaciones, palizas y muertes a millones de personas en todo el mundo. Me horroriza hasta el extremo que tengo que cambiar de canal o pasar la página del periódico porque no puedo ni verlo del dolor que me genera. Pero hay mucha gente que lo ha normalizado y ni tan siquiera se inmuta.

 

Creo que la normalización de ese tipo de humillaciones hace que sea más difícil detectarlas y por lo tanto, evitarlas o denunciarlas. Aunque muchas veces las denuncias no sirven para nada. Recuerdo el caso de una mujer amenazada de muerte por su ex-pareja, la cual vivía aterrada cada vez que a él le daban permisos de salida de la cárcel. Durante esa semana no salía de casa, ni tan solo salía de su habitación y nadie podía garantizarle su seguridad, ni la policía (aún sabiendo que tenía una orden de alejamiento). Hoy han encontrado muertas a dos niñas en la India y la policía no ha podido ni descolgar sus cuerpos porque pertenecían a la casta más baja y no podían tocarlas. Es maléficamente irónico que las autoridades no les puedan devolver los cuerpos de esas niñas a sus familias porque no los pueden tocar pero en cambio los violadores y asesinos que les han quitado la vida, sí. ¿Por qué no aplicaron entonces las castas, evitando poner sus manos encima de ellas?

Eso son solo dos ejemplos de miles que pasan cada día. Eso me indigna y me repugna. Me hace sentir impotente por no poder hacer nada por todas esas muertes pasadas y por prevenir las futuras. No hablo solo de mujeres, hablo de hombres, de niños, de adolescentes e incluso de personas mayores. Todos somos víctimas de ese problema porque no es algo aislado, no. Es un problema social del que todos somos responsables.     

sábado 07/06/2014

cAROLINA FIGUERAS

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